Las
viejas, las jóvenes, las feas, las bonitas, las difíciles, las
fáciles, las altas, las bajas, las gordas, las flacas, las que nadie
quiere, las que nadie se acuerda de ellas, las que hasta el olvido
olvidó, las insoportables, las adoradas, las coquetas, las
recatadas, las lanzadas, las tímidas, las que nadie ve, las que
nadie oye, las invisibles, las vistosas, las exhibicionistas, las que
se van con cualquiera y las que nunca logran que nadie las quiera,
todas ellas llegan a mí esperanzadas, coquetas, ilusionadas,
emocionadas, dispuestas a cualquier cosa con tal de que las escoja.
Ellas conmigo son únicas. Ninguna me ha dicho alguna vez que no.
Todas me gustan. No me lo creerán, pero a todas las he usado. A
muchas casi todos los días. Y ellas me lo han agradecido y yo a
ellas. Si no fueran como son, yo no sería lo que soy.
Ellas
que vienen a mí cuando las necesito y cuando no, esperan a que les
toque su turno sin quejarse, sin lamentarse, sin empujarse o pelearse
entre ellas. Ellas son un ejemplo de trabajo en equipo.
Ustedes
entenderán que ellas me fascinen y que a todas les de una
oportunidad en mi vida.
Supongo que algunos no me creerán, otros
se sentirán ofendidos y los otros se preguntarán entre fascinados y
envidiosos cómo logro que todas me digan que sí en el momento que
yo quiero.
Pero
es que ellas son así y así las acepto. Ellas, las maravillosas
palabras que me lo han dado todo son mi dulce compañía en las
horas de trabajo y en las divertidas, en las serias y en las
banales.
Y me sucede con ellas algo parecido a la magia: cada vez
que las tomo y como estoy enamorado se llenan de ti, empiezan a
hablar de ti, te aman una a una, te nombran y florecen de ilusión,
de mí, de mis sueños y de poesía con la esperanza de que tú seas
al fin para siempre.